Pareciera que algunos no nos despedimos nunca, al menos seriamente. Lo evitamos como a la parca o por un cansancio de cerrar cosas que mezcla timidez y esperanza, no se sabe muy bien de qué. Como si postergar algo lo hiciera desaparecer, ya sabes. Borges (siempre el primero de la clase, pesadilla de tipo) escribió un famoso poema sobre la pérdida que no contiene más que borradas despedidas:
“entre los libros de mi biblioteca -estoy viéndolos- hay alguno que no volveré a abrir”
Ojo, las comillas no tienen más precisión que la de mi memoria y ahora dudo si escribió “alguno” o “uno”, con lo chulo que era me da que “uno”. Toda la pinta. Despedirse no mola: así que poco y de pocos.
Borges aparte, la generalización del “hasta luego” protocolario que se intercambia entre perfectos desconocidos es, creo, otro pez del mismo cardumen. Me pregunto cómo quedaría un mapamundi con los puntos por los que pululan ahora mismo los destinatarios de los miles de hastaluegos que he soltado en mi vida sin consolidación en un rencuentro posterior. Despedidas en espera; sería un rastro de vida de los menos románticos que se me ocurren, pero rastro al fin y al cabo.
Si en algún caso nos despedimos (los miembros del subgrupo con raptos de indolencia al que creo y digo pertenecer) es dubitativamente y dando por hecho que ni de Blas. Y cuando no hay remedio lo hacemos de forma dilatada y por etapas, lo que se llama, para los que hayan tenido la desgracia de acompañar el proceso, ancianidad y muerte. Metidos ya en el punto final de todas las despedidas, ¿qué pensar de esas últimas palabras dichas como por azar para que el Eckermann o Boswell de turno afile el lápiz y ese aliento se grabe en piedra? Supongo que hay genios, pero tener que estar atento hasta el mismísimo último suspiro para no cagarla suena a tortura o al triste truco de prestidigitador de los arrepentimientos de última hora.
Para salir de este punto final un poco tétrico arriesgaré un último comentario: las despedidas pueden ser alegres. “Ese placer de alejarse”, que decía Machado. Aunque siempre suena un poco a insulto, a escupitajo a traición, a por fin me he librado de esto. Poca broma. Que Machado añada aquello de “Londres, Madrid, Ponferrada, tan lindos… para marcharse” no ayuda a mejorar la cosa. Las citas las carga el diablo. Pero pongámonos la máscara vital por un momento: despedirse supone reinventarse, partir de cero, aligerar la carga, sentir un viento nuevo azotando tu rostro… algo bueno tendrá todo esto, aunque suene como suena y releyéndolo no mejore.
Pensaba yo en esto de las despedidas en un tono muy placentero (pero luego a uno le sale lo que le sale) al plantearme volver a un proyecto del que nunca me fui y del que no me despedí. Nos vemos a ambos lados del mostrador de LQ una de estas tardes para hablar de libros, si acaso queda alguno que no cree que en las librerías de viejo se viene a buscar y encontrar en mutismo existencial.