Cómo ser librero

Me entero de la muerte de Alfonso Riudavets. Lo primero que me sale (el inconsciente no siempre produce maravillas, por mucho que digan los surrealistas) es un ¡qué tío! Pero no le gustaría, le parecería una falta de respeto. ¡Qué persona! Eso ya está mejor. ¡Y qué gran librero!

Habré ido mil veces a su puesto. Quizá exagero, quizá son quinientas (mil es un número que asusta) pero lo que quiero decir es que no es un número descabellado. De forma habitual desde los 90, y de forma casi diaria entre 2006 y 2019, años en que viví a 50 metros de la cuesta. ¿Todos los días? Dos veces por semana seguro. ¡Rayos! así a ojo me salen entre dos y tres mil visitas. Es normal que no me quepan los libros. ¡Qué vértigo dan algunas cuentas!

Disculpad esta tecniquería: iba mucho y compré mucho, siempre de a poquito. Tengo la casa llena de sus libros a 1 euro, de los ya más importantes a 2, a 3, o a 5 euros, incluso de otros a 20 euros, a 100 euros, y desde luego los de los domingos a 0,10 o luego 0,20, para acabar con las existencias. Libros curiosos, libros llamativos, libros buscados pero más encontrados que buscados, o buscados de forma inconsciente hasta ser encontrados. De un librillo de Bruguera o uno de quiosco de J.Mallorquí (he comprado de todo), a los 27 tomos de las obras completas de George Meredith que tengo aquí detrás, el diccionario Latino-español de Nebrija en una edición del xvii, o la tonelada de comics franceses que me compré hace 15 años, cuando le llegó un cargamento de dios sabe dónde, todos en francés, todos impecables. El primer día, delante de mí, vendió a otro tipo los más de cuarenta tomos de la colección completa de Spirou a 5 euros el tomo. El tipo le regateo y Alfonso le dijo que si quería comprara y que si no, andando. No hubo más discusión. Compré durante meses, viendo cómo se iban ajando y mezclando comics con lo de siempre, Hammett, Chesterton, Alfonso Reyes, un libro desconocido (para mí) de Buzatti, un dramita de Sastre, un curioso diccionario de ateísmo… Recuerdo que me dejé la edición original de Mu un día que ya había comprado mucho, y al siguiente, es normal, no estaba.

Montamos La casquería pensando en Riudavets. Al menos para mí era el referente. El único. Dicen que es el último de una especie, pero yo no conocí otro de su especie. Hasta pensamos en invitarle a dar una conferencia en la esquina del mercado. Pero nos dio vergüenza, esa daga que corta posibilidades. Al año de nuestra apertura un tipo nos mencionó en su blog, donde repasaba librerías madrileñas de segunda mano, y le escribí para agradecérselo. Era del género gruñón y me respondió (sin preguntarle, como suceden estas cosas) que estábamos bien, pero que por qué tantas cosas raras, por qué nadie copiaba lo de Riudavets y ya está. Le contesté con amabilidad (creo), pero me molestó, y para decir la verdad, me entristeció bastante. Luego pensé que con los gruñones hay que sonreírse sin ser visto y disfrutarlos, como es evidente que hemos disfrutado tanto y tantos de Riudavets.

He dicho que era el único referente. Pues sí. Es triste o trágico, pero es así. No te creas, soy tan friqui y variado como el que más y puedo hablar de Merlin en Bogotá, de la de ayuda contra el Sida en Crosby con Houston, de la volatilizada Gotham Book Mart y de Argosy, de una en Edimburgo y un par en Londres que ya no existen (y no es una cita a Hanff, no), de algún bouquiniste del Sena, de los quioscos de Egipto y los carricoches recién descubiertos de Budapest. Incluso de una librería curiosísima en Gotemburgo de la que salí con un ejemplar de platero y yo en sueco, vaya uno a saber para qué. No faltan ejemplos. Y sin salir de Madrid hay mucho que observar (aunque, por desgracia, cada vez más de lo mismo). ¿Por qué el referente era sólo Riudavets? No sabría decirlo, pero mucho esmero en su aparentemente sencillo pero sutil método y algo estético en algún sitio difícil de identificar y más difícil de explicar lo hacía brillar como referente único. También discutimos mucho, en los momentos de creación de la librería, si el librero debía ser amable, sugerir, acompañar, o dejar en paz y pedir que te dejen igualmente en paz. Ambas opciones, y todo el ámbito intermedio, se han ensayado en función de los caracteres y los momentos. Sentimos los estragos que hayamos podido causar.

Me resulta complicado explicar el modelo de negocio de Alfonso Riudavets. Porque no es exactamente lo que parece. Es como un soneto que rima ABBA CDC en consonante y a lo mejor es hasta en endecasílabo heroico, pero si es bueno, si vuela (sé que suena fatal desde que es un lugar común, pero es la palabra), deberías no enterarte del todo de su urdimbre hasta que te dé por estudiarlo en serio. Pero vamos a intentarlo. Llegaba el primero casi siempre, a las 9.30 o ya algo más tarde. Se sentaba delante de su puesto. Sacaba o le sacaban media docena de cajas de la parte que debería ser el pasillo tras el mostrador y nunca lo fue (si has entrado alguna vez a fisgar en el puesto y has llegado al fondo, sirves para hombre invisible). Iba abriendo cajas y mirando libros, rodeado por los incondicionales. Según el grado de cercanía (restando rebotes y sumando momentos de cariño, que también los había, pero a mi jamás me tocaron ni de lejos), se le podía pedir el libro que acababa de mirar (pero no antes de que lo hubiera mirado y hubiese tomado una decisión). Sobre todo había que dejarle ver con calma, cuando el libro tenía ya sus años, si había algún ex libris que no tuviera en la colección. El hombre era rápido, pero tenía sus tiempos y si algo no le gustaba es que le achucharan. Una vez clasificado, el libro iba al suelo o a un montón en el suelo, y había que bregar para ser el primero en cogerlo. De los correligionarios y sus trucos mejor no hablar, que fuera del momento competitivo y de algún problema de salud pública, todos en general eran educados y hablaban con amor y un poco de melancolía de lo que había salido en una caja la semana, el mes o el año pasado. Los libros que sobrevivían a la rapiña del corrito quedaban finalmente en varios montones, de 1, de 2 o 3, de 5 o de 10, según el día y lo que hubieran contenido las cajas. Quiero pensar que ese contenido era un misterio para el propio Alfonso hasta ponerse a ello. Por esos montones pasaban ya los rezagados y, lamento decirlo, varios de los otros libreros de la cuesta.

En paralelo, o antes o después de empezar lo de lo nuevo, se montaba el tablero habitual. Medio cuerpo a 1 euro, con cartel de medio metro cuadrado que no dejaba dudas, el otro medio con tarjetitas dentro de los libros que marcaban a 2, 3 o 5. Alguno intentaría colarle algún libro de 5 como si fuera de 1 y no sé si desearle suerte o árnica (sus invectivas, siempre con el usted en medio, eran de lija). Yo nunca me hubiera atrevido, disgusto moral aparte.

Luego los libros circulaban. Partiendo del suelo de lo nuevo a los tableros en la que continuamente surgían huecos, a uno u otro lado, adentro si no cabían ya, esperando para otro rato que siempre era muy pronto. Nada duraba en los tableros. Alguno más caro o difícil de vender al mostrador, del que costaba que saliese. El mostrador del puesto de Riudavets era tan inmóvil como rápido y ligero era lo de fuera.

Por último, el domingo, todo lo de 1 se ponía a saldo y a las 2 o 2,30 venía una camioneta a llevarse lo que no se había vendido de esa parte. Así el puesto aguantaba tantas visitas como quisieras hacerle, siempre había mucho nuevo.

Estos son los rudimentos, y ni siquiera estoy seguro de que fuera siempre así, porque mezclo retazos de días, meses y años diferentes. Iba mucho pero no me pasaba la mañana tomando notas, soy librófilo pero no completamente imbécil. Habría que preguntar a sus ayudantes o a sus vecinos. Pero bueno, algo así era la mecánica. Evidentemente habría que estar dentro de la cabeza de Riudavets para saber el paso mejor, el de la selección inmediata de cada libro para identificar precio, si era de 1 euro, de 2, de 5, de 20. O si lo apartaba (“Perdone, Don Alfonso, ¿podría ver ese libro?” “No, no, este no está.”). Hoy, los libreros y casi todos los compradores de libros nos abalanzamos a comparar en el móvil con el precio en iberlibro. ¡Dios nos libre! Creo que a Alfonso le hubiera dado un mal solo de pensarlo. Y a mí me da una vergüenza tan grande que casi siempre consigo evitarlo.

No sé nada o casi nada del otro gran asunto, digamos la cocina de un librero de viejo. Dicen que tenía medio millón de libros en varios almacenes. No me parece tanto. Sé que compraba todo lo que había en una casa, no como tanto librero seleccionador. Supongo que las enciclopedias y así las tiraba pero no estoy seguro. En los últimos años creo que ni iba a la mayoría de las casas, mandaba a un transportista con el que tendría sus trueques y conocería parte del proceso. Me gustaría ver el orden de esos almacenes y la lógica de lo que se sacaba, pero me temo que no había, quizá solo un cierto azar y técnica de mezcla de librero con olfato. Pero cómo explicar y definir ese olfato que notabas cada día delante de su puesto. Un puesto de libros de lance tiene que ser variado, tiene que hacer brillar la palabra ocasión como polisemia de encuentro, suerte y coincidencia, y tiene que parecer siempre diferente. Alfonso conocía muy bien su oficio.

Dejo de escribir estos trazos inconexos porque son las 3 de la mañana y ya basta. No conocí a Alfonso Riudavets, pero le hubiera reconocido de espaldas. Le oí hablar de futbol y de Franco. Le oía refunfuñar y quejarse. Cabrearse a veces, no tantas como podía parecer, sobre todo cuando le fotografiaban como algo pintoresco o entendía, de ese modo tan tangencial suyo, que le estaban faltando al respeto. Hablé con él quinientas palabras en 30 años, en general después de varios miles de “Buenos días, Don Alfonso”. Solo una vez me pidió ver lo que me llevaba “para saber lo que compra usted” y fue evidente que no le impresioné. Un día, cuando mencioné que un libro estaba sin cortar me dijo con dulzura y brillo en los ojos que se decía intonso y yo hice como si fuera un descubrimiento. Una vez, lo juro, me propuso que le pagara la siguiente vez que pasase por el puesto, cosa que hice con conciencia de ladronzuelo, porque tras la pesca del día descubrí con horror que no tenía un duro en la cartera. Otras cien veces me tocó ir corriendo al cajero, claro, porque a veces ni te permitía apartarlos. Un día de chirimiri, con 15 libros grandes (alguno caro) en mis redes a la hora de cierre, me dijo que acababa de pedir un taxi y que me llevaba, que ya sabía que vivía cerca y que esos libros se iban a mojar. Así que ahí fui, en taxi por la cuesta peatonal y luego infanta isabel arriba, con él y con Conchita (otra librera de recuerdo) apretujados detrás.

No conocí de cerca a Alfonso Riudavets, pero no le olvidaré, y me costará pasar por el número 15 de Moyano a ver si el siguiente inquilino intenta eso tan fácil de seguir con su modelo o prefiere joder el hechizo de cualquier otra forma posible o imposible.

Descanse usted en paz y gracias, Don Alfonso.

https://www.lavanguardia.com/vida/20230409/8885495/muere-alfonso-riudavets-historico-librero-cuesta-moyano.html