Cada uno lee por los motivos que le da la gana, claro, y ni yo ni (siquiera) el papa somos nadie para venir de pronto a cuadricular intenciones.
Pero uno se levanta a veces con ganas de categorizar, meter en un folio un par de ideas que así al pronto teparecen originales (¡hay que ver!), aliñarlas con un puñado de adjetivos esdrújulos para que brillen más (brillo barato, pero qué quieres) y, terminado el asunto, quedarse con sensación de transcendencia y de deber cumplido. Ahí va el intento de hoy.
Supongo (esto va a estar lleno de hipótesis, es un aviso) que se lee por una mezcla improvisada de motivos: por el placer estético en algunos casos (a eso se le solía llamar literatura); para que te cuenten historias (un poco por aburrimiento sedentario -siempre tienta invocar la aventura desde el césped- y un poco por enganche infantil); para distraerse (peligrosa palabra, pero un dios en los tiempos que corren); o para épater les copains (esos que dicen el título de los libros que están leyendo con los ojos entrecerrados, o también los que dicen que ahora mismo se están leyendo una novela negra para descansar entre libros de más aliento). Yo, que soy fácil de timar, siempre he creído que los libros, además, te iban definiendo la identidad, lo que tiene su importancia: distinguirse es uno de los tópicos más amados y perseguidos por la masa que formamos; es como miel para el ego del individuo.
Uno de los mayores aciertos de la cultura de masas es el modo en que consigue que un producto prefabricado de venta masiva se transforme en una pieza identitaria para un montón de gente al mismo tiempo (o a lo largo del tiempo, lo que es mejor aún para la caja). Hay millones de personas paseando por ahí (a mí, desde luego, me encanta pasear) con la identidad, la identidad intelectual al menos, formada de retazos de cortázar, salinger, boris vian o pasolini. Se dirá que el coctel puede ser tan variado (¿por qué no tolstoi, camus, kundera y austen?) como para individualizarnos a todos. Posible. Pero ¿quién no ha experimentado una cierta sensación de propiedad, de comunión especial y fortísima, de identidad casi con algún autor, y luego se ha sorprendido encontrando un sentimiento similar en amigos o desconocidos? Es verdad que un sentimiento así pudo existir siempre y ser padecido por emerson, por erasmo o por plutarco, pero la lectura (y la consecución de un perfil intelectual) era una actividad minoritaria hace un par de siglos. Eso ha cambiado bastante.
La cultura de masas, entonces, jugaría a hacernos sentirúnicos y a vender ese sentimiento al mayor número de gente posible. Y el mecanismo no está oculto. Te pasas la vida recibiendo doctrina enlatada, sea en críticas de prensa, en recomendaciones de libreros y amigos o ahora por redes sociales. Cada uno te vende su variedad, su infinita capacidad de mezcla. ¿No será, como piensan muchos, que cuanto más infinita parece esa capacidad (hablo ahora, al paso, de redes sociales y el mito de la inacabable variedad de individuos independientes que creímos o creemos conformar), más se restringe y acota el número de opciones?
El libro, en realidad, aún se salva y muestra una cierta variedad, sea por su bajo coste de producción o por su limitada dependencia tecnológica. Peor lo tienen la música (todos indisolublemente unidos a dylan, a camarón o a los pixies, y cuando te das cuenta de la fórmula todavía amagas con trucos del tipo “yo los oí primero”) o el cine (¡el cine independiente y minoritario, esas palabras!) o las series de nuestras actuales entretelas. Cada uno en su puesto, son peldaños que descienden una escalera de homogenización y control. Y perdón si a alguien le estoy mentando a la madre.
Porque ¿cuántos libros, discos, pelis o series se producen (y distribuyen convenientemente, aunque sea en los sempiternos círculos minoritarios) cada año? ¿Cuántos están directamente disponibles para el consumo, es decir, son accesibles sin tremendos sufrimientos? Ni idea, claro, pero intentemos pasarnos: ¿un millón de libros, cien mil discos, diez mil pelis, mil series? ¿Son muchos o pocos? ¿Son suficientes para diferenciarnos, para que al menos nuestro coctel de refritos sea único? La teoría combinatoria quizá diga que sí, pero vamos bastante justos.
De cualquier modo, más libros que series, sin duda.
Así que quizá, si uno quiere individualizarse (eso para empezar), pero no ve posible hacerlo (intelectualmente al menos) con trasvases viables a través de los nudos de relaciones humanas que ha conseguido o le han caído en suerte, tal vez la solución menos vergonzante sea optar por un coctel de libros y dejarse tentar por la idea de una Biblioteca de Babel en la que ir buscándote a ti mismo. Una librería de saldo (hay que hacerse publicidad hasta en el infierno) siempre puede ser una propuesta con atisbo de veracidad en este sentido. Menos manipulable y homogeneizadora que una serie, al menos.
Esa es una opción (LQ add here).
La otra es descreer olímpicamente de todas las hipótesis indemostradas que he ido hilvanando, sin citar fuentes y demás zarandajas, en este folio y medio que te agradezco que hayas querido terminar.